El general Charles De Gaulle ordenó en febrero de 1960 la detonación de la primera bomba atómica francesa en el desierto del sur de Argelia. Aquella prueba fue un alarde de poderío, de la “grandeur” con la que el héroe de la Francia antinazi quiso marcar su presidencia (1959-1969). Y también fue una exhibición de colonialismo sin escrúpulos ni ambages, según sus críticos. El entonces presidente de Francia urgió el estallido en la atmósfera de un artefacto nuclear de 70 kilotones, cuatro veces más potente que el de Hiroshima, ante la cercanía de la independencia argelina, que el Gobierno de París acabó reconociendo en 1962 tras ocho años de sangrienta guerra colonial. Francia siguió efectuando pruebas atómicas subterráneas hasta 1966 en Argelia, en virtud de un acuerdo secreto, y abandonó después el país norteafricano, dejando un rastro de contaminación nuclear perdurable y a unos 40.000 civiles, en su mayoría nómadas, afectados por la radiación.
